martes, 8 de septiembre de 2009

Sobre la tristeza y otras pavadas

Muérete de una vez. Deja de llenar ese pobre cenicero. Al tope de cenizas, pide un descanso. Despiertas a medianoche con un poco de jaqueca, a los segundos te das cuenta de que es parte de la resaca. Tratas de recordar, ligando los dedos, si dijiste alguna imprudencia. Si lastimaste a alguien. Si puteaste al mundo una vez más. Ya no es divertido. Perdió la gracia cuando se volvió parte de la rutina.Te dices que es culpa de la tristeza. Que no es un problema, sólo una forma de lidiar con esas olas de depresión que van y vienen cuando ya no tienes nada que hacer, cuando se acaba el trabajo, cuando no pasan nada bueno en televisión, cuando desaparecen los amigos y no te queda más remedio que pensar, que recorrer nuevamente cada recoveco de miseria que empaña tu vida.Muérete de una vez… o busca un pasatiempo.Hace unos años te entretenías escribiendo. La mayoría de la gente apreciaba tus textos, te decían que eras bueno, te daban una palmada en la espalda como diciendo “sigue adelante muchacho”. Las historias te salían con soberana fluidez, casi sin pensarlas, tecleando desesperadamente sin analizarlo mucho. Y luego, al salir del trance, descubrías un cuento. Un cuento bien hecho, bien escrito, con estructura y ritmo. Tenías una voz entre los dedos que vivía por sí misma, sin pedirte permiso.Un buen día, cesó el teclear inagotable. Silencio. Pereza. Mucha televisión. Programas basura que te iban convirtiendo, poco a poco, en un completo adicto a la chatarra. Y luego, la parranda de amigos borrachos que te convencieron de que eras más divertido con un poco de alcohol. Que te convertías en el alma de la fiesta y todos se morían por estar contigo. Era más fácil. Un poco de plata, un bar con buena música, un par de llamadas telefónicas haciendo la convocatoria y nada más. A desahogar los demonios. Los amigos se iban borrando de la lista mientras pasaba el tiempo. Ellos sí sabían cómo continuar con sus vidas. Quemar etapas y pa´lante. Trabajo, casa, familia. Como debería ser. Pinta las paredes de blanco y cómprate un perro. Ten un hijo. Ahorra para cambiar el carro y pasar los fines de semana en la playa.La mesa quedó vacía. Pero ya eras cliente asiduo y los dueños del bar te adoptaron. Cómo dejar ir a su venta segura de los viernes. Y te sentiste en casa. Qué gran mentira.Los ex compañeros de la borrachera te miran ahora con lástima. El que se quedó pegado en los días de farra. El que no puede enfrentar la vida socializando, avanzando, evolucionando. Y cuando volviste la mirada, te viste encerrado en tu cuarto, pegado a la tele y al internet, con el teléfono encendido pero sin sonar, lidiando con la mirada rencorosa de tu familia, esa familia que te trata ahora como un maldito hijo de puta, como un dolor de cabeza, como una piedra en el zapato o un grano en el culo. Como diciendo ¿cuándo te piensas largar de esta casa?Y es que te gustaría largarte. Largarte de una vez. Largarte hacia un lugar cualquiera, donde fueras un completo desconocido, donde pudieras reencontrarte con las historias y ponerte otra vez a escribir. Retomar el ritmo para que deje de ser cuesta arriba, para que vuelva a fluir naturalmente, como ir al baño o comerte una hamburguesa. Vete a una isla donde no exista la tecnología, donde no puedas conversar con medio mundo a través de la pantalla de una portátil, donde no puedas bajar música gratis. Donde no existan las series de televisión o los realities, los talk shows, los videos de MTV. Aíslate de la virtualidad de un mundo que dejó de ser mundo para convertirse en un reflejo empañado, desenfocado. Aíslate de ese ser en el que te has convertido durante los últimos años. Reinvéntate o muérete de una vez. Deja a un lado esa imagen de animalito triste, sin dueño, recorriendo las calles en busca de refugio. Ya no es divertido. Ya no te toman en serio. Ya no te prestan atención. Ahora las soledades te las tragas en soledad. Ya no están los hombros dispuestos a recibirte, ni las palabras de aliento o los reencuentros para subirte el ánimo. Los demás rearmaron sus vidas encontrando una manera más útil de invertir su tiempo. Y tú ahí, colgado del cuello, usando a la nostalgia como soga, sintiendo pena por ti mismo.Sabes bien lo que pasó. Perdiste el control sobre los demonios. Ellos se apoderaron de ti, ahora deciden por ti, ahora arman tu agenda. Recuerda cuando fuiste al cine la otra noche. Recordaste lo entretenido que era. Hace tiempo no dejabas de ir, arrancabas la cartelera de la semana entre las páginas del periódico e ibas tachando, una a una, cada película que veías. Llenabas de equis hechas a marcador toda la página. Era un buen pasatiempo. Y hoy tenías toda la intención de ir, sumergirte en una doble sesión cinematográfica para tratar de ponerte al día. Pero los demonios hablaron por ti. Hoy no. Hoy te quedas encerrado en tu búnker, con esa patética carátula que llevas por rostro. Un par de botellas vacías, el cenicero rebosado y a dormir. Estás triste. Lo lamentamos mucho señor. Pero échese a un lado. No nos llame, nosotros lo llamaremos. Gracias, la gerencia. Has engordado tanto a esa tristeza que estorba en los pasillos ¿Y qué ganas con eso? Buena pregunta.Ponte a leer, a escribir, a tomar fotos. Aprende a tocar guitarra o compón canciones. Invéntate un guión o conviértete en deportista. Métete en un gimnasio. Aprende a tejer. Haz lo que quieras, pero haz algo. Desempolva los deseos, las metas que alguna vez tuviste y ponte en marcha.La tristeza te ha convertido en un completo vago. Así que sal de esa cama o muérete de una vez.
Domingo, 18 de enero de 2009

AQUÍ HABLANDO COMO LOS LOCOS: La fotografía (I)

La fotografía es un registro interpretado. Un documento que demuestra que algo existe o existió. Y el arte en general se trata de lo mismo, pues hasta ahora el ser humano sólo ha sabido crear a partir de lo que ve. Incluso si lo imagina. Incluso si parece algo abstracto. Todo lo nuevo, lo inventado, es en el fondo la recreación de algo. Entonces, llevarlo al papel, al lienzo, al mármol o ante un público absorto y en silencio, es atestiguar de que hay algo vivo que se cuela entre nosotros.Las figuras hechas por el hombre se inspiran de lo que está hecho por la naturaleza. Así que, si a eso vamos, un cuadro o una escultura o un verso son registros interpretados también. Y ambos conceptos van ligados uno al otro sin posibilidad de independizarse. Como aquellos antiguos debates sobre la historia como disciplina y su carácter objetivo, la fotografía –aunque salga de un aparato mecánico- jamás podrá ser un simple reflejo, la muestra objetiva de algo convertido en imagen, plasmado en un papel, proyectado en una pared. Sea cual sea la foto tomada, pasó por la interpretación de la mente y del ojo de quien hizo el clic y, de allí, por la transformación de unos vidrios colocados minuciosamente para producir algo específico. Una textura, un color, una distancia, un punto de luz. Nunca podremos imitar simplemente a la realidad. Nunca. Siempre va a haber en el medio una transformación, intencional o por accidente, porque nosotros nos convertimos en traductores de lo que vemos, de lo que ya es por sí mismo.Y decir que la fotografía, de todos los modos de hacer arte, es la que puede reproducir e interpretar a la realidad con mayor fidelidad también es un atajo ¿Quién puede afirmar o negar que las señoritas de Avignon no reflejan la realidad de Picasso en ese momento de dar la primera pincelada? A lo mejor así era como él veía al mundo. Porque tú puedes fotografiar a un niño sonriendo y puedes creer que es feliz, pero tal vez ese sujeto atrapado por el clic es otro numerito que engorda las estadísticas de maltrato infantil. Entonces ¿Qué tan fielmente reflejaste y reprodujiste e interpretaste la realidad en ese segundo al apretar el botón?La fotografía es un registro, pero al ser acariciado por la interpretación de quien toma la foto, se convierte de manera irremediable en una pequeña o gran obra de arte.

Sábado, 24 de enero de 2009

viernes, 21 de agosto de 2009

REFLEXIONES ESTÚPIDAS PARA LOS RATOS DE OCIO

He aquí mi manera de ver al mundo:
Las palabras resuelven y disuelven, todo lo complican y todo lo salvan. Pero dependemos de esas mismas palabras, constructivas y destructivas, para comunicarnos con el resto, con esa vida que nos rodea y que va desapareciendo con cada segundo que pasa. Si alguna mano mágica nos colocó inexplicablemente en un espacio, rodeados de gente, para disfrutar de todo lo que existe ¿por qué enredarnos y perder el tiempo juzgando, criticando, malinterpretando? ¿No podemos ser buenos, irresponsables, despreocupados? ¿No podemos deleitarnos con nuestros cuerpos, con los atardeceres, con las conversaciones fructíferas, con una cerveza bien fría, con un cigarrillo a medias, con una película sin subtítulos, con un saludo que nos devuelve el espejo? ¿No podemos, acaso, ser amigos incondicionales? De esos que escuchan sin emitir palabra, de esos que te dan un abrazo en una tarde lluviosa, de esos que te recogen cuando te pasas de tragos y te toman una foto para burlarse de tu cara destruida al día siguiente. De esos que te prestan dinero y cuando necesitan también piden prestado. De esos que te llaman por tu cumpleaños justo a la medianoche para ser el primero en felicitarte. De esos que van contigo al cine para que no vayas solo o te acompañan a un concierto porque va a sonar una canción específica que se parece a ti. De esos con los que puedes hablar pestes de la gente durante horas sabiendo que eso no afectará a nadie. De esos que se quejan contigo del alto costo de la vida o de lo loco que está el clima. De esos que te aceptan tal como eres, incluso cuando dices algo inapropiado. De esos que no se espantan cuando tienes una reacción absurda.
Suena fácil, se lee fácil. Y no es nada fácil. Abres la boca y los demás te ven como una amenaza. Tienes un gesto o haces un favor, y los demás creen que buscas algo a cambio. Quieres planear una velada cualquiera, de esas agradables para olvidarte del resto del mundo, y creen que andas colocando grilletes y botando la llave.
¿Uno no puede ser, simplemente, uno mismo? Sin que eso signifique convertirse en un problema para el resto… ¿Cuándo dejaré de ser un bicho raro? ¿Cuándo dejaré de sentirme culpable por ser como soy? ¿Cuándo dejaremos de ser tan complicados?

sábado, 2 de mayo de 2009

Clic clic clic

... y otro clic más... inmediato, facilito, poderoso... clic, clic y otro clic... respaldando la memoria, haciéndote inmortal, ya nadie podrá olvidarte porque hice clic una vez más... clic, clic, clic espantando al olvido, dominando el silencio, dándole una bofetada a la maldita amnesia selectiva... tranquilo que hago clic... todo resuelto... vivirás por siempre... gracias a mí.
... clic, clic, clic...

martes, 28 de abril de 2009

DESACTIVAR CUENTA

Todavía recuerdo el sonido hipnótico del teclear en la máquina de escribir. En el colegio de monjas nos daban una materia llamada mecanografía, entrenándonos para ocupar las vacantes de las secretarias del futuro. Tenía una máquina naranja, completamente mecánica, que se tapaba con una especie de capó negro que la convertía en una cómoda maleta. Mi hermana la utilizó primero que yo, así que fue parte de la herencia a la que solemos someternos los hermanos menores de la familia.

Para ese entonces, mi mamá era una secretaria del presente. Faltó poco para que apareciera en casa una IBM eléctrica. Ya no era el teclear tradicional, sino clic tras clic sobre una esfera metálica que, aprisionando la cinta, marcaba la letra sobre el papel. La naranja tenía cinta de color negro y rojo, para diferenciar los títulos del texto. La IBM tenía, a diferencia de la otra, sólo el color negro, pero la esferita era intercambiable para escribir en distintos tipos de letras, itálica o regular, según el gusto de cada quien. Era gris sin capó y no se convertía en maleta.
Fue una infancia genial. Para qué parques o televisores, si tenía los libros y la máquina de escribir. Así lo inventaba y lo imaginaba todo. Tenía un mundo propio confeccionado a la medida entre las cuatro paredes de mi cuarto. No niego un par de deslices con las barbies y el atari, un poco más tarde con el nintendo; pero básicamente fue la IBM mi mejor y más preciado juguete. Fuera de casa, escribía en cuadernos. Los guardaba celosamente en medio de mi desorden. Cuadernos perdidos hoy en día, pero esa es otra historia.

Durante mi adolescencia llegó la primera computadora y la IBM quedó arrumada debajo de mi cama. Mi mamá ya no era secretaria del presente sino ejecutiva de ventas del futuro. En un abrir y cerrar de ojos me volví una experta conocedora de la extraña maquinita. Un facilismo tan hipnótico como el antiguo teclear me sedujo de inmediato, poder corregir sin mayores esfuerzos y luego sacar de la impresora el producto final, sin errores, sin papeles arrugados dentro de la basura, sin usar tipex.

Ya para la universidad había llegado el internet a los laboratorios de computación. Entonces, abrí mi primera cuenta de correo electrónico –la cual sigo conservando- con asesoramiento de un amigo más experto que yo en las artes de la globalización y el ciberespacio. En esa época, el internet no se tenía en casa. Como cuando se inventó el teléfono o el televisor, supongo. Era la genialidad del siglo, algo que sólo podíamos probar con pequeños y tardíos bocados. Las salas de computación estaban repletas de gente que quería “navegar” (término incomprensible al principio) para conocer lugares inexistentes, para encontrarse con gente de otros países sin tener que gastar un centavo, sin depender del impredecible y malcriado servicio postal o para copiarse las tareas que no daban tiempo de hacer legalmente, por estar sumergidos en la “world wide web” (¿los chicos de ahora sabrán que de ahí viene el www?).

Con la llegada del internet al mundo real, se abrió una ventana que nos produciría una sensación incontrolable, que se convertiría en una especie de vicio, en una necesidad tan vital como el comer o el dormir. De pronto podías enamorarte, conseguir trabajo, comprar un apartamento, ver mujeres desnudas, escuchar música y saber qué película pasarían en el cine sin tener que moverte de tu asiento. Con sólo mover tu dedo índice podías llegar adonde quisieras. Una revolución vertiginosa que nos invitaría a pecar de todas las maneras posibles, que nos arrancaría de las tradicionales tertulias en los patios o en las afueras de las casas, que se devoraría por completo nuestro tiempo libre sin perder jamás el apetito, que se adueñaría sin remordimiento de nuestros antiguos esquemas de recreación.

Las salas de chat lo mejorarían todo al principio. Yo por ejemplo, solitaria patológica, me sentía cada vez más acompañada con amigos sin rostro, gente indefinible porque no era imaginaria pero tampoco real. Hablaba de mi vida, de mis costumbres, de mis sueños y aspiraciones a través de una pantalla, sin escuchar una voz de vuelta, sin ver un gesto asintiendo o condenando mis revelaciones. Un universo aterrorizante donde podía saber el resultado de un partido de fútbol mexicano mientras la tele pasaba sin pena ni gloria una telenovela mayamera. Pero la soledad siempre estaba allí, esperando pacientemente para echarme sus garras de nuevo. Porque cuando uno se relaciona, se involucra o simplemente socializa, automáticamente afloran las expectativas, los planes para un encuentro y conseguir más, siempre más. Entonces a esa promesa baldía llamada internet se le caía la máscara ¿qué tan acompañados estábamos en realidad?

Hay otros y otras que tuvieron más suerte que yo. Son millones las historias de enamoramientos y casamientos después de conocerse en una sala de chat. Son millones las amistades que sí se concretaron con el tiempo. A mí todavía me parece una ofrenda rota. Porque, incluso, esto de la nefasta inmediatez te invita a abandonar a la gente real, a esa que sí tiene rostro y aroma. Al mantenernos en contacto por medio de un computador, muchas veces parece innecesario compartir un café, una ida al cine o una reunión cualquiera en un sitio cualquiera. Nos vamos alejando en carne y hueso mientras nos acercamos con teclas y carátulas de vidrio. Es que ya ni siquiera compro el periódico ¿para qué ensuciarme las manos si con un maldito clic puedo saber lo que pasa en el mundo?

A la final los años corren, uno se vuelve adulto, trabaja y depende de un sueldo. Entre horarios de oficina y dormir profundamente durante el poco tiempo libre que queda, la entrega es definitiva a la puta, falsa, desgraciada y cancerígena inmediatez. Ahora las computadoras son portátiles, cada vez más pequeñas y menos pesadas, algunas hasta caben en un bolsillo; mientras el internet ya no necesita de cables o de líneas telefónicas. Literalmente puedes pegarte a la red en un aeropuerto, en una cafetería o en un pasillo cualquiera. Donde menos lo imaginas. Puedes mantenerte en línea desde tu celular y estar siempre, siempre, las 24 horas del día, en contacto con quien quieras.

Y siempre para decir las mismas pendejadas: hola, ¿cómo estás?, ¿qué tal tu día?, todo bien, todo tranquilo, todo normal, ¿y tú?, ¿qué me cuentas de nuevo?, nada porque acabamos de hablar hace cinco minutos. Pura basura literaria. Y si tardas más de un segundo saltando de un espacio a otro el servicio ya no sirve, es una porquería, blasfemando en medio de la desesperación, como si tuvieras que cruzar el Atlántico en barco durante semanas.

Pero tiene sus momentos felices esto del internet, jamás he pretendido negarlo. Sin embargo, todo eso se consume en medio de la falsedad de un mundo paralelo, de una realidad virtual en la que, más tarde o más temprano, te descubres solo y con muchos más años encima. Somos víctimas del sedentarismo y nos vamos matando sin darnos cuenta.

La vida privada se va convirtiendo en la comidilla pública tan pronto describes tus estados de ánimo con los “nicknames” y vas colgando las fotos de tus últimas vacaciones en las páginas de perfiles para buscar amigos. A la final, todos saben cuándo la vida te patea, cuándo te enredas con alguien, cuándo te ganas un premio o cuándo se te muere un familiar. A la final, todos saben todo sobre ti. Nos sacamos un magíster –que ahora también son virtuales- en chismografía barata y luego creemos que la gente que nos rodea no sabe guardar secretos o se inmiscuye en lo que no les interesa. Pero somos nosotros mismos los que nos disfrazamos de plato fuerte para el banquete y perdemos el control de nuestros más íntimos secretos, de nuestros recuerdos de infancia.

Y para nada, porque cuando necesitas que alguien te tienda la mano, la mano de ese alguien está ocupada tecleándole a otro solitario que se apareció primero con sus propias tristezas, con sus propias ganas de hablar sobre nada, con sus propias preguntas aburridas del hola ¿qué tal?
¿Cómo escapamos de todo esto? ¿Cómo nos mantenemos a salvo del engaño? ¿Cómo salimos ilesos de este gran truco en el que dices sólo lo que te conviene, en el que puedes aparentar ser alguien más sin que te descubran, en el que te pierdes entre tantos pasillos de un laberinto infinito donde no existe salida alguna?

Sí, existe la solución. Fácil, rápida y radical. Haz la prueba con un último clic y corre por tu vida. Escoge la única opción posible, esa que dice: DESACTIVAR CUENTA.

Apaga la estúpida computadora, vístete con lo primero que encuentres, toma las llaves y sal de allí. Respira profundamente esa sensación de libertad que te había abandonado desde hace mucho. Marca el número telefónico de algún amigo e invítalo a tomar un trago.

Habrás recuperado el control de tu vida.

Caracas, 21.04.2009