martes, 28 de abril de 2009

DESACTIVAR CUENTA

Todavía recuerdo el sonido hipnótico del teclear en la máquina de escribir. En el colegio de monjas nos daban una materia llamada mecanografía, entrenándonos para ocupar las vacantes de las secretarias del futuro. Tenía una máquina naranja, completamente mecánica, que se tapaba con una especie de capó negro que la convertía en una cómoda maleta. Mi hermana la utilizó primero que yo, así que fue parte de la herencia a la que solemos someternos los hermanos menores de la familia.

Para ese entonces, mi mamá era una secretaria del presente. Faltó poco para que apareciera en casa una IBM eléctrica. Ya no era el teclear tradicional, sino clic tras clic sobre una esfera metálica que, aprisionando la cinta, marcaba la letra sobre el papel. La naranja tenía cinta de color negro y rojo, para diferenciar los títulos del texto. La IBM tenía, a diferencia de la otra, sólo el color negro, pero la esferita era intercambiable para escribir en distintos tipos de letras, itálica o regular, según el gusto de cada quien. Era gris sin capó y no se convertía en maleta.
Fue una infancia genial. Para qué parques o televisores, si tenía los libros y la máquina de escribir. Así lo inventaba y lo imaginaba todo. Tenía un mundo propio confeccionado a la medida entre las cuatro paredes de mi cuarto. No niego un par de deslices con las barbies y el atari, un poco más tarde con el nintendo; pero básicamente fue la IBM mi mejor y más preciado juguete. Fuera de casa, escribía en cuadernos. Los guardaba celosamente en medio de mi desorden. Cuadernos perdidos hoy en día, pero esa es otra historia.

Durante mi adolescencia llegó la primera computadora y la IBM quedó arrumada debajo de mi cama. Mi mamá ya no era secretaria del presente sino ejecutiva de ventas del futuro. En un abrir y cerrar de ojos me volví una experta conocedora de la extraña maquinita. Un facilismo tan hipnótico como el antiguo teclear me sedujo de inmediato, poder corregir sin mayores esfuerzos y luego sacar de la impresora el producto final, sin errores, sin papeles arrugados dentro de la basura, sin usar tipex.

Ya para la universidad había llegado el internet a los laboratorios de computación. Entonces, abrí mi primera cuenta de correo electrónico –la cual sigo conservando- con asesoramiento de un amigo más experto que yo en las artes de la globalización y el ciberespacio. En esa época, el internet no se tenía en casa. Como cuando se inventó el teléfono o el televisor, supongo. Era la genialidad del siglo, algo que sólo podíamos probar con pequeños y tardíos bocados. Las salas de computación estaban repletas de gente que quería “navegar” (término incomprensible al principio) para conocer lugares inexistentes, para encontrarse con gente de otros países sin tener que gastar un centavo, sin depender del impredecible y malcriado servicio postal o para copiarse las tareas que no daban tiempo de hacer legalmente, por estar sumergidos en la “world wide web” (¿los chicos de ahora sabrán que de ahí viene el www?).

Con la llegada del internet al mundo real, se abrió una ventana que nos produciría una sensación incontrolable, que se convertiría en una especie de vicio, en una necesidad tan vital como el comer o el dormir. De pronto podías enamorarte, conseguir trabajo, comprar un apartamento, ver mujeres desnudas, escuchar música y saber qué película pasarían en el cine sin tener que moverte de tu asiento. Con sólo mover tu dedo índice podías llegar adonde quisieras. Una revolución vertiginosa que nos invitaría a pecar de todas las maneras posibles, que nos arrancaría de las tradicionales tertulias en los patios o en las afueras de las casas, que se devoraría por completo nuestro tiempo libre sin perder jamás el apetito, que se adueñaría sin remordimiento de nuestros antiguos esquemas de recreación.

Las salas de chat lo mejorarían todo al principio. Yo por ejemplo, solitaria patológica, me sentía cada vez más acompañada con amigos sin rostro, gente indefinible porque no era imaginaria pero tampoco real. Hablaba de mi vida, de mis costumbres, de mis sueños y aspiraciones a través de una pantalla, sin escuchar una voz de vuelta, sin ver un gesto asintiendo o condenando mis revelaciones. Un universo aterrorizante donde podía saber el resultado de un partido de fútbol mexicano mientras la tele pasaba sin pena ni gloria una telenovela mayamera. Pero la soledad siempre estaba allí, esperando pacientemente para echarme sus garras de nuevo. Porque cuando uno se relaciona, se involucra o simplemente socializa, automáticamente afloran las expectativas, los planes para un encuentro y conseguir más, siempre más. Entonces a esa promesa baldía llamada internet se le caía la máscara ¿qué tan acompañados estábamos en realidad?

Hay otros y otras que tuvieron más suerte que yo. Son millones las historias de enamoramientos y casamientos después de conocerse en una sala de chat. Son millones las amistades que sí se concretaron con el tiempo. A mí todavía me parece una ofrenda rota. Porque, incluso, esto de la nefasta inmediatez te invita a abandonar a la gente real, a esa que sí tiene rostro y aroma. Al mantenernos en contacto por medio de un computador, muchas veces parece innecesario compartir un café, una ida al cine o una reunión cualquiera en un sitio cualquiera. Nos vamos alejando en carne y hueso mientras nos acercamos con teclas y carátulas de vidrio. Es que ya ni siquiera compro el periódico ¿para qué ensuciarme las manos si con un maldito clic puedo saber lo que pasa en el mundo?

A la final los años corren, uno se vuelve adulto, trabaja y depende de un sueldo. Entre horarios de oficina y dormir profundamente durante el poco tiempo libre que queda, la entrega es definitiva a la puta, falsa, desgraciada y cancerígena inmediatez. Ahora las computadoras son portátiles, cada vez más pequeñas y menos pesadas, algunas hasta caben en un bolsillo; mientras el internet ya no necesita de cables o de líneas telefónicas. Literalmente puedes pegarte a la red en un aeropuerto, en una cafetería o en un pasillo cualquiera. Donde menos lo imaginas. Puedes mantenerte en línea desde tu celular y estar siempre, siempre, las 24 horas del día, en contacto con quien quieras.

Y siempre para decir las mismas pendejadas: hola, ¿cómo estás?, ¿qué tal tu día?, todo bien, todo tranquilo, todo normal, ¿y tú?, ¿qué me cuentas de nuevo?, nada porque acabamos de hablar hace cinco minutos. Pura basura literaria. Y si tardas más de un segundo saltando de un espacio a otro el servicio ya no sirve, es una porquería, blasfemando en medio de la desesperación, como si tuvieras que cruzar el Atlántico en barco durante semanas.

Pero tiene sus momentos felices esto del internet, jamás he pretendido negarlo. Sin embargo, todo eso se consume en medio de la falsedad de un mundo paralelo, de una realidad virtual en la que, más tarde o más temprano, te descubres solo y con muchos más años encima. Somos víctimas del sedentarismo y nos vamos matando sin darnos cuenta.

La vida privada se va convirtiendo en la comidilla pública tan pronto describes tus estados de ánimo con los “nicknames” y vas colgando las fotos de tus últimas vacaciones en las páginas de perfiles para buscar amigos. A la final, todos saben cuándo la vida te patea, cuándo te enredas con alguien, cuándo te ganas un premio o cuándo se te muere un familiar. A la final, todos saben todo sobre ti. Nos sacamos un magíster –que ahora también son virtuales- en chismografía barata y luego creemos que la gente que nos rodea no sabe guardar secretos o se inmiscuye en lo que no les interesa. Pero somos nosotros mismos los que nos disfrazamos de plato fuerte para el banquete y perdemos el control de nuestros más íntimos secretos, de nuestros recuerdos de infancia.

Y para nada, porque cuando necesitas que alguien te tienda la mano, la mano de ese alguien está ocupada tecleándole a otro solitario que se apareció primero con sus propias tristezas, con sus propias ganas de hablar sobre nada, con sus propias preguntas aburridas del hola ¿qué tal?
¿Cómo escapamos de todo esto? ¿Cómo nos mantenemos a salvo del engaño? ¿Cómo salimos ilesos de este gran truco en el que dices sólo lo que te conviene, en el que puedes aparentar ser alguien más sin que te descubran, en el que te pierdes entre tantos pasillos de un laberinto infinito donde no existe salida alguna?

Sí, existe la solución. Fácil, rápida y radical. Haz la prueba con un último clic y corre por tu vida. Escoge la única opción posible, esa que dice: DESACTIVAR CUENTA.

Apaga la estúpida computadora, vístete con lo primero que encuentres, toma las llaves y sal de allí. Respira profundamente esa sensación de libertad que te había abandonado desde hace mucho. Marca el número telefónico de algún amigo e invítalo a tomar un trago.

Habrás recuperado el control de tu vida.

Caracas, 21.04.2009